El mes de marzo huele a aves, pensaba Rodrigo mientras paseaba por Ávila. Nunca había
sido un chico alegre pero aquella tarde se sentía acompañado de algo parecido a la
felicidad. Una especie de sombra cómoda que le despejaba de la pereza de tener que
saludar a los vecinos y los transeúntes.
Tras dos intensas nevadas había recordado esos días de nieve de la infancia cuando la
rampa de la Muralla era el escenario de la más pura felicidad y bastaba un trineo o un
cartón de la panadería de su tío para entender la vida. Junto a la estatua de Santa Teresa,
un mirlo hacía de su pico un destino. Quiero decir, el pico del mirlo es el pico más bello
de todos los pájaros. En su aparente humildad, su leve curvatura y su mezcla de colores
anaranjado y amarillo, le daban una humildad con clase, una elegancia humilde pero
irrenunciable.
Creo que esa elegancia es la que deberían tener los verdaderos hombres. Recordó
Rodrigo tras toparse con el mirlo en la mano blanca de Santa Teresa. Una frase que su
abuelo, que le había inculcado la observación de los animales y el respeto por la montaña
en largos paseos por la Sierra de Gredos, le repitió tantas veces de niño cuando en su
pueblo observaban pájaros junto a la higuera de la cuadra. El mes de marzo de hacía ya
cinco años su abuelo había muerto y desde entonces, marzo se abría a su conciencia como
un paraguas de memoria. Ese hilo misterioso y fino que nos une a nuestros muertos.
Cada marzo era mes de aves y tocaba recordar al abuelo. Rodrigo era apenas un muchacho
y sin embargo ese ritual, del que no hablaba a nadie, se había tatuado en su vida.
Rascándose la cabeza, Rodrigo pensaba en por qué su abuelo había elegido al mirlo como
su pájaro hermano, algo así como su representante en la tierra, cuando podía haber elegido
al carbonero o al picapinos, pájaros que él amaba más intensamente aún. Recordó cómo
la tribu finlandesa de los sitmani creía que los mirlos eran encarnaciones de los hombres
buenos. Hombres buenos. ¡Tal como está el mundo, pensaba, debe de haber unas pocas
decenas de mirlos por pueblo!. Los sitmani también creían que la aparición de un mirlo
blanco era un augurio excelente para la aldea. Y sobre todo cuando este aparecía en días
de nieve abundante. Desde entonces, desde que leyó sobre ese mito, esperaba esa
aparición no tanto por el deseo de que algo bueno sucediese sino por el amor que sentía
por esos pájaros que se situaban ante él como un mensaje. Algo que no sabía explicar,
algo casi religioso y eso que él no era muchacho de muchas creencias más allá de la
creencia en la dureza de la vida.
Todo parecía tener sentido. El abuelo de Rodrigo murió en marzo y en marzo los mirlos
adultos comienzan a dejarse ver y a cantar hasta que llega el verano. Son solitarios y
humildes, nada que ver con el afán de protagonismo y la listura atroz de las urracas ni con
el gregarismo de los tordos comunes. El abuelo había muerto en marzo y cada marzo era
hora de observar mirlos y pensar en esos pájaros. Rodrigo, era un muchacho, pero sabía
mucho del campo, de geografía y de otros países. Había tenido que aceptar un trabajo en
la panadería a pesar de su deseo de estudiar Antropología o Biología, o algo parecido,
cosas, que según su padre no daban dinero. Así que allí estaba él, despachando hogazas
y molletes mientras sentado en esa vieja silla de madera, releía historias de pájaros y una
vieja enciclopedia de pueblos del mundo por la que ya había pasado dos veces entre
esperas en la tienda y ratos en el baño que alargaba deliberadamente por esa avidez casi
infantil.
Y ahí estaba él, el domingo, su día de descanso, mientras su hermano Sergio cubría su
turno, paseando por una Ávila salpicada de señoritos y madrileños, paseando despistado,
siempre despistado. Aquél era el muchacho más despistado de la ciudad, tanto que
saludaba a las que creía sus vecinas en la Plaza confundiendo siempre a Doña Julia con
Paquita, enemistadas desde que la última le quitó el marido a la primera, y tanto, tanto,
que sólo se daba cuenta de que amaba a las muchachas cuando ya era demasiado tarde,
después de semanas, cuando ya había regresado del verano en el pueblo y ya no era
posible decírselo. Las primeras confusiones creaban risas generalizadas y las segundas le
sumían en un llanto corto pero intenso que él mismo llamaba algo así como patatelas de
tontería.
Y allí estaba él, en el momento de menos despiste posible, frente a la estatua, a cuatro o
cinco metros, observando el círculo ocre de los ojos del mirlo, pensando en el abuelo y
pensando también en la semana anterior a su muerte, cuando, ya en cama, moribundo,
recobró una aparente lucidez y ante el asombro de todos se dirigió al baño, en la casa del
pueblo, con los pies descalzos, con esas uñas largas y medio rizadas que chirriaban
levemente al arrastrarse por las vigas del suelo del cuarto, en el altillo, en calzoncillos
largos. No quería hacer del vientre. No. Y ante todos, y pidiendo las gafas de la abuela,
se asomó al espejo del baño y tocándose levemente las bolsas de los ojos, que, como su
tez, estaban ya entre arcillosas y amarillas, dijo muy bajo: Quiero volar. No lo dijo ni
triste, ni alegre, simplemente lo dijo y regreso al jergón. El abuelo había dicho Quiero
volar, pero Rodrigo no pudo evitar escuchar, y así lo recordó toda la vida: Quiero ser
pájaro. En el confundir los deseos y las palabras, parece, se cuaja la memoria y todas las
historias, sobre todo las que parecen menos importantes.
Mientras pensaba todo aquello -En realidad no lo pensaba, sino que apenas lo recordaba,
lo sentía en imágenes fugaces- una muchacha, se acercó y le preguntó interesada: ¿Te
gustan los pájaros? Era ese el último domingo de marzo, y sin embargo era también el
primero de otra cosa. Ya nada volvería a ser igual.